Posts Tagged ‘ Actores del actual proceso ’

La nación y sus indios

La nación y sus indios

La Prensa – Politica Enero 28, 2011 – Actualizado a las 03:24

Qué hacer con los indios” —o, en definitiva, “qué hacer con la nación”— es la expresión repetida de una idea de Bolivia para la cual las poblaciones indígenas preexistentes a la conquista siempre fueron una contrariedad, de allí que durante mucho tiempo se hablara del “problema indio” y se buscara respuesta a la pregunta de qué hacer con ellos.

En ese marco, los tópicos sobre la indianidad en Bolivia han derivado de dos imágenes opuestas: la raza de bronce y el pueblo enfermo, ambos títulos de sendos libros del pensador político boliviano Alcides Arguedas. Pero esa oposición puede ser antagónica sólo en apariencia, y complementaria en la práctica: durante gran parte del siglo XX, la raza heroica y “milenaria” fue considerada la constructora de la civilización tiwanakota o incaica y, al mismo tiempo, una raza “vencida y degenerada”, incapaz de aportar nada al progreso nacional. Varias vertientes del indigenismo se construyeron en base a esta ambivalencia que recorrerá la imaginación étnica nacional: la reivindicación de un indio ideal frente al desprecio del indio real: “incas sí, indios no”, en palabras de la historiadora peruana Cecilia Méndez. A sólo efecto de simplificación, subsumimos en “indigenismo”, en el subtítulo, varias corrientes, que van desde el indigenismo romántico hasta el actual nacionalismo indígena, pasando por el indigenismo de Estado de los años cincuenta y el katarismo-indianismo de los setenta.

Si en algo reside la diferencia del actual proceso de “(re)indianización” de Bolivia respecto de anteriores indigenismos románticos o indigenismos de Estado (que buscaban la “incorporación del indio a la nación”) es en la emergencia de la indianidad desde abajo, como núcleo cohesionador de la identidad subalterna de indígenas de carne y hueso —campesinos, comerciantes, obreros…— que cuestionan la inclusión abstracta y la exclusión concreta en la que aún se mantienen, en tanto siguen siendo, en gran medida, ciudadanos de segunda en su propio país. Una condición que va de la mano de la preservación del denominado “colonialismo interno” que sobrevivió a la independencia de España y a la construcción de la República.

…y un día llegaron al poder: Otra vez Tiwanaku: el 21 de enero de 2010, el recién reelecto Presidente boliviano —con un apabullante 64 por ciento de los votos— repite la ceremonia de su asunción, cuatro años antes, cuando llegó a la presidencia cargando consigo las esperanzas colectivas de millones de indígenas que sentían que entraban con él al Palacio Quemado. Allí, donde el viento helado se turna, sin solución de continuidad, con el sol abrasador, Evo Morales fue ratificado como el líder espiritual de los indígenas de América. Los locutores no ahorraron palabras sobre la “energía cósmica” y “la comunidad entre lo político y lo espiritual” que encierran estas ruinas erigidas en medio de un despojado paisaje andino marcado por un horizonte de imponentes (y sagrados) picos nevados. La ceremonia era, sólo en apariencia, igual a la de hace cuatro años: si en 2006 se trataba de la llegada al poder del primer presidente indígena, ahora el líder cocalero controla todo el poder, algunas pintadas anuncian: “un solo país, un proyecto, un líder”, y varios opositores ya huyeron de Bolivia para evadir los tribunales. Otros se sumaron sorpresiva y pragmáticamente al “proceso de cambio”. Pero lo que ya es claro es que, siguiendo al vicepresidente Álvaro García Linera, la elección de Evo Morales “simboliza el quiebre de un imaginario y un horizonte de posibilidades restringido a la subalternidad de los indígenas”. Las jerarquías, los estamentos, las discriminaciones, pierden fuerza o se desvanecen en el aire.

La ceremonia indígena incluyó un ritual dedicado a cada uno de los cuatro puntos cardinales, bajo el sonar inquietante y solemne de pututus (instrumentos de viento tradicionales) y tambores. “Símbolo de la unidad entre nosotros y la madre Tierra” —insistía el locutor—. Además, Morales recibió dos bastones de mando frente a la magnífica entrada del templo de Kalasasaya, con la cabeza de un cóndor y un puma. Varios líderes indígenas del continente, incluyendo a una mapuche argentina y a Oso Blanco, de Canadá, le acercaron sus regalos. “En este nuevo milenio, la mejor forma de defender los derechos humanos es defendiendo los derechos de la naturaleza”, afirmó poco antes de ir al cine, según dijo, por tercera vez en su vida, a ver Avatar a pedido de su hija de quince años; filme al que consideró una profunda muestra de la resistencia al capitalismo.

Sin embargo, el tono “cosmológico” —con aires new age— de la ceremonia puede conducir a error: la campaña electoral que llevó hasta allí al mandatario boliviano tuvo un tono fuertemente desarrollista, el vicepresidente Álvaro García Linera habló de un “gran salto industrial” y la compra a China de un satélite de comunicaciones, bautizado Túpac Katari en honor al caudillo anticolonial aymara —descuartizado por los españoles— fue una de las principales promesas electorales del Movimiento al Socialismo (MAS) tendentes a la modernización de las comunicaciones en el país: el Presidente expresó, incluso, que su sueño es que todos los campesinos puedan pastorear sus llamas hablando por celular con sus parientes en Argentina o España. Los campesinos aymaras que escuchaban el discurso de Evo Morales parecían encarnar las “capas geológicas” de la historia boliviana y de su indianidad en su propia corporeidad: sus ponchos rojos tradicionales cubrían los occidentales ternos, símbolo aún vivo de su “incorporación a la nación”, que hoy convive en un ambivalente proceso político-social, donde el nacionalismo indígena es la sede de la tensión entre autonomía e integración. El nacionalismo se indianiza al tiempo que los indígenas se nacionalizan, en un proceso más largo de lo que el actual discurso refundacional está dispuesto a admitir, y en el que los quiebres efectivos conviven con sorprendentes continuidades, y las supuestas rupturas “pos/decoloniales” deben ser problematizadas sin juicios a priori.

En efecto, un siglo después de los escritos de Franz Tamayo y Alcides Arguedas (indigenista romántico el primero en su juventud, liberal-positivista el segundo), los indios no sólo no se han extinguido, sino que con el comienzo del siglo XXI se sublevaron como no lo habían hecho desde hacía mucho tiempo; liderados por Felipe Quispe Huanca, cercaron La Paz, negociaron de igual a igual, “de Presidente de los indios a Presidente de los q’aras” —tal como le dijo el líder aymara a Hugo Banzer—, y poco después, de la mano del Movimiento al Socialismo (MAS, liderado por Evo Morales) y en menor medida del Movimiento Indígena Pachakuti (MIP, con Quispe a la cabeza) ocuparon en masa las instituciones representativas del Estado (Parlamento, Asamblea Constituyente). Sólo cinco años después, el propio Evo Morales ocupaba el sillón presidencial impulsado por casi el 54 por ciento de los votos. Ya los noventa habían sido la década de emergencia de los indígenas de tierras bajas, demográficamente minoritarios y tradicionalmente “invisibles” a la política nacional, hoy actores del actual proceso político, no sin tensiones con los “hermanos” aymaras y quechuas.

Sin embargo, el proceso no fue lineal. Evo Morales no proviene del indianismo/katarismo ni de las regiones aymaras “duras”, sino de una geografía de migrantes, mestiza, donde un cierto antiimperialismo más o menos difuso es sentido común, y en muchos sentidos societalmente poscomunitaria, con fuertes tradiciones campesinistas y con una notoria influencia de la “vieja izquierda”. Una zona ubicada en la carretera troncal Cochabamba-Santa Cruz con fuertes vínculos con el mercado, con grandes pantallas en los improvisados restaurantes en las que Jackie Chan lucha contra las mafias chinas, y en la que las indentidades indígenas y campesinas no son fáciles de desentrañar. El propio Morales es —en varias de sus facetas— un exitoso producto de la “homogeneizadora” Revolución del 52: un campesino nacido en un remoto ayllu del Altiplano orureño que, gracias a la escuela primaria rural, pudo, luego, continuar la secundaria en la ciudad, donde “olvidó”, en gran medida, su lengua materna (el aymara) y asumió el castellano como idioma personal y público, y emprendió, finalmente, una exitosa carrera sindical en el Chapare que no sólo lo llevó al Parlamento, en 1997, sino a la Presidencia del país.

Pablo Stefanoni es periodista.